martes, 19 de septiembre de 2017

El esplendor de la industrialización de la urea y el amoniaco

Es indudable e irrefutable el logro alcanzado con el proyecto calificado por el Gobierno como un salto cualitativo para el país: de ser productor de gas a darle un valor agregado, es decir, la industrialización. Algo concurrente con los postulados teóricos del desarrollo económico ancestral. Sin embargo, pecando de ser demasiado acuciosos y, por ende, asumiendo el riesgo de ser reiterativamente signados como opositores, por nuestra formación profesional y experiencia laboral nos atrevemos a formular algunas interrogantes que quizás puedan caer en saco roto.

Si aceptamos como válida la definición de empresas públicas o estatales en sentido de que “son aquellas donde el Estado explota una determinada actividad económica con finalidad de lucro, aunque este debe ser cedido al bien común”, la grandiosidad de este emprendimiento (al igual que otros recientemente ejecutados) se puede contraer y hasta restarle importancia a algunas cifras financieras que sustentan su esplendor.

Por ejemplo: inversión de capital de $us 960 millones, generación de ingresos por ventas anuales de hasta $us 230 millones al año que posibilitaran utilidades de entre 10 a 20 millones de dólares, gracias a su capacidad final de producción de urea de 700 mil Tn/año, para atender la actual demanda nacional de alrededor de 15.000 a 20.000 toneladas anuales, con el aliciente de poder exportar al país vecino más cercano a la planta (Brasil), que alcanza a consumir 3 millones de toneladas. Eso al margen de otros países también interesados no solo en la urea para la agricultura, sino en el amoniaco para usarlo en la minería (nitrato de amonio) como el Perú.

Si usamos el lenguaje financiero apropiado a los proyectos de inversión productiva, necesariamente habrá que aclarar que el término “lucro” no solo debe referirse a obtener utilidades (que aparentemente el proyecto alcanzará), sino principalmente a lograr rentabilidad por el uso de los recursos invertidos.

En este caso, el coeficiente más apropiado para evaluar la conveniencia financiera del proyecto, al tratarse de una empresa estatal, resultará ser la rentabilidad promedia (ROE), estimada en aproximadamente un 1.6% anual ($us 15 millones de utilidades/año divididas entre $us 960 millones de inversión) que comparada con el índice promedio de rentabilidad del sector industrial del 9% será intrascendente. Incluso si se optara por cotejar con la rentabilidad alcanzada en inversiones bursátiles (bonos y acciones), que actualmente oscila por el 4%, resulta ser inconveniente, por cuanto la finalidad debería ser obtener una rentabilidad de la inversión superior a la que podría obtenerse en cualquier otro proyecto con menor riesgo.

En tal sentido, el análisis precedente cobra vigor siempre y cuando se mantenga el postulado de que el proceso de industrialización de los hidrocarburos debería ser el que genere valor agregado y mayores excedentes.

Al contrario, si el Gobierno reconociera que se trata de un proyecto de inversión socioeconómica, se tendría que haber practicado otra metodología de evaluación que resalte los importantes impactos económicos y sociales referidos, entre otros, a: otorgación de valor agregado, elevación de la productividad, incentivos a la agricultura, generación de empleo, transferencias de recursos, demanda de insumos y servicios nacionales y, principalmente, contribución a la balanza de pagos y las reservas de divisas, gracias a las exportaciones y sustitución de importaciones, que hoy en día es un factor estratégico para la economía nacional.

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